«La história está llena de damas «esclarecidas» que aportaron grandes beneficios a la humanidad, como Carmenta, Minerva o Ceres. Se aferraron a ella en forma de leyendas y mitos para no quedar sepultadas. No olvides a las sibílas, sacerdotisas y profetas, con la capacidad de establecer un puente sólido entre el mundo tangible y el más allá.
Ahora levanta tus ojos hacia los altares. Verás a Catalina de Alejandría, que estudió en la mayor biblioteca jamás vista y alcanzó tal sabiduría que superó con su dialéctica a los filósofos del emperador Magencio. Como Hipatia de Alejandría, también fué condenada por no renunciar a sus ideas. Sorprende el paralelismo entre ambas sabias de aquel tiempo, una cristiana y otra pagana; dos caras de una misma moneda. Al lado verás a Santa Ana, que es la madre de la Madre, al igual que las diosas Deméter y Perséfone de los antiguos griegos; transmisoras del saber. Otras santas, Bárbara, María Magdalena o Eulalia, sostienen libros como símbolos del conocimiento y fortaleza.
De ellas conservamos su erudición y su testimonio. Pero ¿son ellas las únicas? No. Son sólo un símbolo que evoca a las mujeres que te rodean, anónimas, con defectos y virtudes, pero que custodian la memoria familiar, los remedios curativos y otros saberes propios de las damas; también las que enseñan a rezar y muestran los rudimentos de la fe a los hijos y los nietos.
Así lo estableció Platón en Crátilo y en Las leyes al señalar a las mujeres como las que guardan mitos y fábulas útiles.
Lo que transfieren en realidad es la memoria genealógica, los cimientos de la identidad de una familia, una comunidad, o una patria.
Cada una es una sibíla y ejerce la sagrada labor de sacerdotisa y profeta.
(…)
La dignidad nos corresponde por derecho natural y nuestras capacidades intelectuales nos sitúan en un mismo nivel. Una vez asumido este aspecto externo, debemos quebrar el sello y penetrar en el misterio que nos elevará del conocimiento mundano al primigenio.»